Una influencia almodovariana flota en la escenografía (con diseños coloridos que recuerdan la estética pop) y en la idea que quizá impulsó a Sofía Etcheverry a la escritura del texto. No quedan dudas de que sus personajes femeninos están al borde de un ataque de nervios. Pero a diferencia de las historias filmadas por el manchego, en Quitamanchas la neurosis de los personajes se muestra en un texto escénico distante que no alcanza, en su desarrollo, un involucramiento autoral, ni total ni parcial.
La ambientación y el vestuario retro sólo son un telón de fondo inexpresivo, más allá de “lo cool”. Lo central parece ser el discurso de las mujeres que entran y salen a escena que, contradictoriamente, toma y pierde su valor desde la verborragia. El discurrir de sus relatos se ve truncado en varias oportunidades por las acotaciones al margen del psicólogo, que en tono de burla e ironía les resta importancia. Como un respiro, varias coreografías también interrumpen las narraciones y además de incorporar la infaltable presencia corporal del teatro joven, intentan ser una extensión de la neurosis representada.
En un recorrido por los diferentes roles femeninos estigmatizados se entreteje una relación familiar conflictiva entre madres, abuelas y hermanas. En la ficción representada fluye una simulación: una sesión de terapia en la que el público ocupa el lugar del “que escucha”. En la propuesta central de escuchar al otro la puesta falla y se debilita: titubea entre un acercamiento y una toma de distancia, sin saber hacia cual de los dos polos dirigirse.
El desplazamiento físico de los personajes hacia las butacas donde interpelan directo al público y los cuatro monólogos con su estilo improvisado conforman las fortalezas de un texto que, sin embargo, muere al arrancar vuelo. Es que en Quitamanchas las pupilas se quedan en la nada y con ganas de ver lo que sigue.
En cartel hasta diciembre de 2007 en el Teatro del Museo Torres García
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