31 de agosto de 2013

Marcar el territorio


En su visita a Montevideo Mauricio Kartun se adentraba en la cabeza de un creador para comprender los procesos de la dramaturgia. En su analogía con el funcionamiento fabril Kartun entiende los “desechos” o “residuos” como las materias primas del escritor, esto es, el dramaturgo se alimenta de todo lo que ocurre a su alrededor, de los intersticios, de los restos, para tomarlos y darles una nueva forma. En Tebas Land Sergio Blanco expone sus materias primas y devela su propio asesinato: el de las formas inspiradoras devenidas en un “otro” poético. Con aquellos “desechos” reciclados (energía pura que amplifica y no reduce) da vida a un nuevo territorio (land) dramatúrgico que versa sobre el proceso al interior de aquella fábrica creativa visualizada por Kartun.

El parricidio es la luz guía de este proyecto. Sobre la historia de un parricida (Martín Santos, interpretado por el actor Federico -ambos roles encarnados por Bruno Pereyra) se tratará el texto que el dramaturgo (Gustavo Saffores) está creando. Sobre la necesaria muerte de los “padres” clásicos, digeridos y revalorizados más allá de la mera referencia literaria, es el trabajo de Blanco. Edipo sobrevuela la historia por la huella de su mítica. La imagen de aquel legendario parricida se menciona varias veces mientras se diferencia del protagonista actual: Edipo no fue consciente de su asesinato mientras Martín y Blanco si lo son. Y se trata de un múltiple y necesario asesinato: desfilan los nombres de Dostoyevski, Freud, Sófocles y Pasolini, por ejemplo. El espectador juzgará o no el dolo en el accionar del autor.

Una gran jaula enmarca el espacio escénico que se amplifica con una pantalla en su extremo superior. La mirada que define al propio teatro como el sitio para observar recorre los espacios del adentro y del afuera. La ficción juega con el plano de la realidad, la historia del dramaturgo podría ser la del propio Blanco en su proceso de creación de este texto, Martín sólo está presente mediante su representación consciente por parte del actor, las cámaras vigilan el adentro y el afuera del escenario. Las cámaras que se multiplican y se hacen visibles actúan como ojos de un “otro” omnipresente. Para el propio Martín son una compañía aún en su condición panóptica y, por tanto, agobiante. El ojo multiplica las dimensiones. El dramaturgo observa a su personaje y es examinado por éste, el público observa el proceso creativo del autor y el desdoblamiento del actor. El cruce visual y la conciencia de observar y ser observado atraviesan la puesta. Los personajes accionan en varias ocasiones para elegir el encuadre proyectado en la pantalla, de algún modo toman las riendas del montaje. El dramaturgo (“S”) entra y sale del espacio circunscrito como escenario (la cancha de básquet) para convertirse en el narrador frontal de la historia: en su actitud ante el público devela el dispositivo escénico y derrumba la cuarta pared.

Hay un juego de roles que se acepta desde el inicio, como un contrato tácito entre los intérpretes y los espectadores. Martín no está presente (o si), quien representa a Martín a través de los recuerdos de Ses Federico (el actor) Pero varias afirmaciones de los personajes dan a entender que Martín observa desde el público. La sensación del control panóptico reaparece, ¿estaremos siendo observados por el verdadero Martín? Nunca lo sabremos. Somos parte consciente del juego planteado. Hay un nexo contemporáneo con la vigilancia sobreentendida, las redes y las tecnologías nos alejan del espacio de lo privado y la representación del anonimato. Lo cierto es que en cada recuerdo el dramaturgo observa a su personaje (i)real mientras intenta desentrañan su comportamiento y ese personaje (Martín) le devuelve esa mirada como un espejo, desde su misma inquietud. Aunque por momentos la relación se confunda aquí no hay maestro ni alumno, ambos viven un proceso de crecimiento que retroalimentan, como un padre con su hijo o un autor con su obra.


El logro de un lenguaje de actuación vivo es llevado a la perfección por la dupla Saffores-Pereyra. Ese modo de ser en escena es perseguido en los dos niveles de ficción desplegados: la construcción de Martín desde elementos reales recabados en las entrevistas por el dramaturgo y las sutiles transiciones entre Martín-Federico. Este modo de ser coloquial acerca al espectador e invita a ser partícipe de la reflexión. Matar al padre es derrocar la ley. ¿Quién es la autoridad en el teatro? ¿Es el dramaturgo? ¿El director? ¿El actor o el personaje? La transición parece ser la idea propuesta en este montaje y en la era de lo transmedial el lenguaje se aleja de los estados puros para cuestionar y cuestionarse con la mejor de las herramientas: la metateatralidad. Las voces proliferan y se complementan en un nuevo objeto poético que a nadie deja indiferente.

1 de mayo de 2013

La ciudad como escenario




Un dos de noviembre la ciudad parece otro sitio. El ritmo cambia, entre alegre y relajado, entre triste y festivo. El sol comienza a calentar también de otro modo, acaricia y no molesta, sabe que es bienvenido. Las calles se visten de flores que se preparan para una procesión ritual, un reencuentro necesario para muchos. Las procesiones se multiplican en varias direcciones. Hay quienes toman su rumbo hacia la rambla, el lugar donde todo desagota en esta ciudad. Los niños siempre se ven felices. Juegan con el agua mientras se salpican sin parar. Para otros las redes o las cañas son la salvación de una mañana lenta. De seguro el oxígeno y una vista hacia el horizonte es lo que todos comparten. El sol en la piel se necesita.

Hay un tránsito múltiple, poco habitual. Una convivencia extraña. Varios zombies deambulan por las veredas, entre risas y fotografías son partícipes en conjunto de un festejo propio. El maquillaje pronto pasa de la extrañeza a lo natural, se incorpora al paisaje. Montevideo los integra, o mejor dicho, ellos integran a Montevideo que se transforma en el escenario perfecto de estos muertos vivientes. Hace un tiempo estos zombies son protagonistas de las calles de esta ciudad; como sucede siempre todo llega. Las miradas se concentran en su pasar, de tímidas a partícipes del juego. El conjunto es diverso, en general son jóvenes con un sentido fuerte de pertenencia. Caminan en grupos con sus rostros y sus camisas manchadas de una sangre ficticia bien planificada.

El tráfico incorpora la diversidad de expresiones: las personas que llevan sus flores para recordar a algún ser querido, los niños que juegan con las estatuas en las plazas, los deportistas de siempre y los ocasionales de la rambla, la piel que aparece ante los primeros rayos de sol primaveral, los skaters y patinadores que aprovechan la soledad del asfalto para moverse con libertad, los caminantes que lucen sus coloridos auriculares y llevan su música a otros sitios. Cada quien con sus vidas, con sus muertes. Un tránsito otro que permite una mirada otra. Más detenida, más concentrada: la de una ciudad que alberga varios rituales a la vez. Cada procesión determina un (re)encuentro con sus espacios: con las escaleras de la Biblioteca Nacional para compartir una cerveza, las del Banco República para instalar un living improvisado, con los grises asientos de la Plaza de los Bomberos para ver desfilar palomas, niños en bicicleta, jóvenes guitarreros o zombies.

¿La procesión va por dentro? No: parece exorcizarse en las calles. Se exterioriza como una necesidad imperiosa de expresión y de encuentro con el otro. Hay un ritual que se instala año tras año y se convierte en una ceremonia social esperada y ya con reglas constituidas. El zombie se construye detalladamente y su existencia es colectiva. La caminata comienza en los barrios y busca centralizarse. El desfile individual pronto se hace grupal en el espacio público, tan abierto como emblemático, de la Plaza Independencia. Centro de reunión y escenario lúdico donde todos (sin excepción de edad) juegan a ser otros tras el espeso maquillaje sanguíneo. Montevideo los alberga y recuerda, a través de su desinteresado festejo, que sus calles pueden convertirse en un escenario perfecto: integrador y participativo.