1 de mayo de 2013

La ciudad como escenario




Un dos de noviembre la ciudad parece otro sitio. El ritmo cambia, entre alegre y relajado, entre triste y festivo. El sol comienza a calentar también de otro modo, acaricia y no molesta, sabe que es bienvenido. Las calles se visten de flores que se preparan para una procesión ritual, un reencuentro necesario para muchos. Las procesiones se multiplican en varias direcciones. Hay quienes toman su rumbo hacia la rambla, el lugar donde todo desagota en esta ciudad. Los niños siempre se ven felices. Juegan con el agua mientras se salpican sin parar. Para otros las redes o las cañas son la salvación de una mañana lenta. De seguro el oxígeno y una vista hacia el horizonte es lo que todos comparten. El sol en la piel se necesita.

Hay un tránsito múltiple, poco habitual. Una convivencia extraña. Varios zombies deambulan por las veredas, entre risas y fotografías son partícipes en conjunto de un festejo propio. El maquillaje pronto pasa de la extrañeza a lo natural, se incorpora al paisaje. Montevideo los integra, o mejor dicho, ellos integran a Montevideo que se transforma en el escenario perfecto de estos muertos vivientes. Hace un tiempo estos zombies son protagonistas de las calles de esta ciudad; como sucede siempre todo llega. Las miradas se concentran en su pasar, de tímidas a partícipes del juego. El conjunto es diverso, en general son jóvenes con un sentido fuerte de pertenencia. Caminan en grupos con sus rostros y sus camisas manchadas de una sangre ficticia bien planificada.

El tráfico incorpora la diversidad de expresiones: las personas que llevan sus flores para recordar a algún ser querido, los niños que juegan con las estatuas en las plazas, los deportistas de siempre y los ocasionales de la rambla, la piel que aparece ante los primeros rayos de sol primaveral, los skaters y patinadores que aprovechan la soledad del asfalto para moverse con libertad, los caminantes que lucen sus coloridos auriculares y llevan su música a otros sitios. Cada quien con sus vidas, con sus muertes. Un tránsito otro que permite una mirada otra. Más detenida, más concentrada: la de una ciudad que alberga varios rituales a la vez. Cada procesión determina un (re)encuentro con sus espacios: con las escaleras de la Biblioteca Nacional para compartir una cerveza, las del Banco República para instalar un living improvisado, con los grises asientos de la Plaza de los Bomberos para ver desfilar palomas, niños en bicicleta, jóvenes guitarreros o zombies.

¿La procesión va por dentro? No: parece exorcizarse en las calles. Se exterioriza como una necesidad imperiosa de expresión y de encuentro con el otro. Hay un ritual que se instala año tras año y se convierte en una ceremonia social esperada y ya con reglas constituidas. El zombie se construye detalladamente y su existencia es colectiva. La caminata comienza en los barrios y busca centralizarse. El desfile individual pronto se hace grupal en el espacio público, tan abierto como emblemático, de la Plaza Independencia. Centro de reunión y escenario lúdico donde todos (sin excepción de edad) juegan a ser otros tras el espeso maquillaje sanguíneo. Montevideo los alberga y recuerda, a través de su desinteresado festejo, que sus calles pueden convertirse en un escenario perfecto: integrador y participativo.

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