23 de enero de 2009

Una isla: Lucha contra la fuerza interior


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Dos fuerzas oponentes capaz de destruirse y, a su vez, regenerarse son el origen y el punta pie inicial que los autores, directores e intérpretes Darío Campalans y Martín Irigoyen, tomaron como guía para experimentar en la escena. Nada más simple y más certero para simbolizarlas que la elección de un tablero de ajedrez con sus piezas: el blanco y el negro en pie de guerra, como las dos caras de una misma moneda; los dos reyes como el yin y el yang de todo lo conocido.
Los personajes (reyes-jugadores) son los hijos mellizos del rey muerto que inician una lucha por la herencia de la corona. En un trabajo medidamente coreográfico los dos actores interactúan con los pocos elementos en escena: un tablero con sus fichas son sus armas y, como tales, sus extensiones corporales.
El alma lúdica del juego no pierde de vista la estrategia, la misma estrategia que impone sus reglas en el juego escénico teatral. En un ejercicio buscado de autodirección, los actores (también autores) interiorizan una lucha de poderes que surge naturalmente en toda puesta: la del autor, con el director y los actores. Cada uno, desde su lugar creativo, marca su territorio y se establece espontáneamente una relación jerárquica. Gordon Craig habla del actor como una supermarioneta al servicio de las decisiones del director como rol hegemónico (*). Desafiando esta clásica concepción creativa Campalans e Irigoyen reúnen todos los roles en sí mismos, y buscan alcanzar un equilibrio interno (difícil) entre esas jerarquías. En esa búsqueda transitan juntos por un pasaje que va desde el estado de destrucción hasta la vuelta al origen.
Sus búsquedas sobre la escena tocan los extremos. Hay un trabajo corporal que apunta a la exigencia, en el control preciso de los movimientos, seriamente medidos, coreográficamente exactos. Cada elemento del vestuario ocupa su lugar justo, también, como las piezas del juego, se intercambian y se transforman al servicio de la anécdota. Los actores, también responsables de la escenografía, vuelcan su control sobre ella. La arman y la desarman a su antojo, siguiendo inevitablemente esa pulsión de destrucción-contrucción que lo rige todo.
Desde el propio título de la obra el espacio es algo que se prioriza en esta historia. La isla aparece como metáfora del lugar propio, de las fuerzas internas, como espacio definido por la frontera entre el adentro y el afuera. Una creativa escenografía circular y móvil, simboliza lo difuso que puede tornarse ese límite: así como los protege, los expone de cuando en cuando. Para escribir su texto los autores tomaron inspiración de la novela El Lugar de Mario Levrero que narra la historia de un hombre que despierta en una habitación oscura y desconocida, sin saber cómo llegó hasta allí. A partir de ahí la experimentación como herramienta es clave para los personajes en su relación con el espacio: les permite interactuar con él para lograr conocerlo y así dominarlo. Así esa isla se transforma en un espacio creativo propio para estos jóvenes artistas.